miércoles, 16 de enero de 2013

SEMA CASTRO-Vislumbres











V I S L U M B R E S  (D E    S E M A    C A S T R O)




                                                                                         Lo importante no es pintar.
                                                                                                                                       Lo importante es respirar”

                                                                                                              Sema Castro



En el ocaso del Renacimiento, Montaigne empieza a escribir sus Ensayos como alternativa a su renuncia a una obra uniforme y total. Casi sin darse cuenta abandona los asuntos ajenos (Dios, la Historia, la Naturaleza)  para centrarse en sí mismo, en el yo que crea, y ensanchar un texto que habla de muchas cosas obviamente, pero en el que no importan tanto esas cosas sino la manera en como las aborda:


“Al observar la realización de una pintura que tengo, entrarónme deseos de copiar al autor. Escoge el lugar más bello en el centro de cada pared para situar un cuadro elaborado con toda su capacidad; y el vacío de alrededor llénalo de grotescos, que son pinturas fantásticas cuya única gracia reside en su variedad y originalidad. Y en verdad, ¿qué hay aquí sino grotescos y cuerpos monstruosos recompuestos de diversos miembros, sin figura cierta, sin otro orden , hilación ni proporción que los fortuitos?


Compara Montaigne su texto con los grutescos inspirados en la Domus Aurea: fragmentarios, caprichosos, raros y diversos. Los grotesques decorativos ocupaban el vacío de las paredes llenándolos de espesuras y arabescos. En esa negación del espacio representativo la ligereza de las formas, sin referencias e inconsistente, se reproduce fusionándose mediante el juego y el movimiento, dando lugar a un mundo ingrávido, híbrido e innombrado. Frente a la representación real y ordenada del mundo en perspectiva, esta huida en bucle hacia el azar y la imaginación. De igual manera, los Ensayos derivaban de la referencia al mundo ordenado y real, hacia el mundo propio del escritor, en un estoico cultivo de sí mismo y de su interioridad. Un texto fragmentario y en continua construcción desde el escepticismo, un bucle caprichoso que pretendía captar lo indecible de la experiencia interior.            







De la misma manera Sema Castro se acerca a la pintura. Desde la más radical individualidad. Su trabajo bascula entre la inefabilidad y la ligereza. Al igual que Montaigne en sus Ensayos, Castro se encastilla en su yo para desplegar un ensayo de maneras de sondear y tantear desde la pintura. Como en el autor francés, el mundo está en él y se manifiesta de dentro hacia fuera, de la interioridad a la exterioridad, en el camino inverso de la representación, para terminar hablando de sí mismo. Identificándose con sí mismo.


Conocía a Sema mucho antes de conocerlo. Era la sombra de un perro sin dueño que deambulaba por la Cruz del Señor, esquina Felipe Pedrell, encima del bar Julia, echado a los pies del edificio Tinguaro. Un perro pelirrojo sin collar y casi sin dueño, a su libre albedrío, como un galgo sin coto. El perro siempre estuvo alli, campando a sus anchas. Y sigue allí aunque no esté. Como una imagen sin dueño.             







Es consciente de que la pintura ha pasado de ser una técnica a convertirse en  tradición. A partir de esto, todo lo que digamos y hablemos sobre pintura es sólo pintura. Pintura en sí misma. Y siempre desde esa incapacidad de la pintura. Forzando esa incapacidad. Tirando y estirando. Y esperando que algo suceda (en lugar de nada).    











Sema llegó tarde a la pintura (según él). Un retardo que ha mantenido (y lo ha mantenido) en una escéptica y prudente distancia, con comedidas apariciones y desapariciones, entrando y saliendo modestamente de todos los sitios y de todas las cosas. Y entre esos intersticios es en donde ha ido tejiendo esa red intrincada y fluida en la que convergen sus imágenes y sus pensamientos. Un marco intemporal donde está instalado el artista, entre la tensión del gesto físico y controlado, y la fuerza especulativa. Siempre al modo ensayístico de Montaigne, en el terreno baldío donde se funde lo propio y lo ajeno, lo intelectual y lo biográfico, lo permanente y lo transitorio. El cuadro funciona aquí como soporte del texto de un libro, siempre el mismo, en continua mutación y cambio. Y el eco de la aspiración a identificarse consigo mismo. Que la obra al final sea él mismo. Porque es él mismo.              







Las formas que inundan las imágenes nacen de una oscuridad primigenia, quizás desconocida. Una resonancia a los antiguos flamencos. Una no representación. En realidad estas formas intentan configurar rastros de algo aún por designar. Filtradas las imágenes en el soporte como fluorescencias que surgen de la noche, aparecen desde la pantalla negra y se proyectan hacia el exterior. Destellos y resplandores en un lugar revuelto y rizomas que se devoran a si mismos. Ruido y silencio. Densidad y temperatura.





Originalmente paisajes  inexplicables. Suspendidos en un tiempo sin ruinas.
El detalle de lo desconocido nos conduce a la concentración y a dilatar el tiempo. Concebidos desde la fuente del óleo para cruzar este umbral pictórico como un Caronte que cruza la laguna Estigia bajo la mirada atenta de Patinir. Éste ya advertía que la mirada es parte de la pintura y como ella despleglable y penetrable: como haciendo un tránsito del paisaje al pasaje


No se aviene a ningún código su traducción. Imágenes más allá de la mirada. Serpenteantes e inatrapables: otro mundo distinto y extraño donde todo encaja de manera fortuita y accidental. Aparece súbitamente una emoción después de que el gesto origine algo único e imprevisible. Eliminada la narración sólo queda la mirada fragmentada.


En el principio fueron los paisajes nebulosos como tímidos reflejos de la naturaleza en la tramoya representativa. Y poco a poco, el despliegue rítmico y ornamental, como una proyección germinativa de las líneas en un espacio sin centro. La fluidez de la pintura diluye los límites entre lo que acaba y lo que empieza. Una inmersión: las imágenes atravesando el abismo hasta la superficie. Gestos líquidos para crear formas deslizantes. Una inmersión: las imágenes atravesando el abismo hasta la superficie en un argumento escueto.              







Enfrentarse al lienzo le exige una preparación, un ritual o una rutina. Para el caso todo es lo mismo cuando no sabemos donde empiezan unas cosas y donde acaban otras. Siempre confluyendo en ese momento urgente y necesario. Rápido y diligente para atrapar algo inasible. Inquietud e incertidumbre.


La pérdida de visión y memoria nos lleva a la oscuridad y el pintor asume su misión de encender la luz y hacer vibrar la existencia. Entre la transparencia y la opacidad como cuando Klee pintaba sobre el cristal ahumado haciendo desde esa oscuridad un despliegue de energía. Resplandor negro. La luz revelando la realidad invisible destilada de la noche en el espacio intermedio del cuadro. Vacío y amnesia. Una frontera borrosa y anexacta.
 
    

Hablar de jardines en la obra de Sema Castro es una obviedad, tanto como dejar de hacerlo. De hecho, la historia del arte no deja de ser un paseo a través de la naturaleza. Y no es raro que el pintor haya seguido ese trayecto desde su difuso paisaje esencial hasta este jardín de flores raras donde esa naturaleza del mundo ha quedado sometida.



Sema Castro acota un jardín cerrado en el espacio del cuadro y se sitúa  entre el paraíso utópico de la totalidad fuera del tiempo y la naturaleza que intenta desbordar sus límites. La incertidumbre preside este estar a medio camino entre el orden y el caos, el discernimiento y la inconsciencia, la cultura y lo natural. No dejan de ser estas pinturas desolados parques, terrenos baldíos, vertederos abandonados y lugares suspendidos en la nada. Jardines en ciernes pendientes de ser atravesados por la posibilidad mientras la vegetación (sobrantes, residuos), amenaza con reventar los márgenes en su incineración. Un viento necesario. Y una amenaza de espinas aplazada.              








Acaso estos vislumbres, tenues resplandores de la naturaleza, no son sino el reflejo de las cenizas del lindero. Y el orden de este jardín desordenado reflejo del límite del soporte. La mano, una llama encendida a través del bosque que se consume en su incendio. La luz conduce a la sombra y en medio del huerto una maraña de ramajes se eleva como un emblema defensivo. Desvaído territorio el de la poesía cuando habita la intrascendencia. Menos mal que nos queda el consuelo de transformar las cenizas en promesa.





Este texto, junto con otros de Arnauld Pierre e Isidro hernández, fue incluido en el catálogo de la exposición "Saña tenaz" de Sema Castro, que tuvo lugar en la Sala de Exposiciones del Instituto de Canarias Cabrera Pinto de La Laguna entre el 9 de septiembre y el 30 de octubre de 2011. Dicho catálogo fue editado por la Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias.

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