martes, 4 de diciembre de 2012

GABI ROCA_Un mundo.Un acontecimiento (Una posibilidad de ver)

                                                                                                   

             

UN MUNDO. UN ACONTECIMIENTO

(Una  posibilidad de ver)*


 



      
 


No basta abrir la ventana
para ver los campos y el río.
No es suficiente no ser ciego
para ver los árboles y las flores.
También es necesario no tener ninguna filosofía.
Con filosofía no hay árboles: sólo hay ideas.
Hay sólo cada uno de nosotros, como un sótano.
Hay sólo una ventana cerrada, y todo el mundo afuera;
y un sueño de lo que se podría ver si la ventana se abriese,
que nunca es lo que se ve cuando se abre la ventana.

Poemas inconjuntos, Alberto Caeiro.


Porque estamos en el Paraíso,
todo en este mundo
nos hace mal.
Fuera del Paraíso, nada molesta,
pues nada cuenta.

Ono no Komachi.

               La eterna (y cansina) cuestión acerca de la muerte de la pintura sobrevuela de cuando en cuando los devastados terrenos del arte. Su extinción siempre  prevista termina (repetidamente) en un planificado levantamiento del acta de defunción y vuelta a empezar.
Pero la cuestión no es tan simple. Otras prácticas artísticas encabezaron, en su momento, el pelotón de fusilamiento que condenaba a la pintura por trasnochada e inoportuna. Pero paradójicamente han dejado de existir (como la pintura) para convertirse en imagen, en unos tiempos en que todo, absolutamente todo, es imagen. Y aunque la pintura ha asumido su incapacidad para representar el mundo, también ha aceptado que puede resarcirse colándose por los intersticios de su ineptitud. En todo caso con la muerte de la pintura lo que sobrevive es lo pictórico, siempre luchando denodadamente contra el tiempo para tratar de encajar el espacio con la representación. Y sólo con un esfuerzo infatigable y  escamoteando su naturaleza logra precariamente alcanzar cierta posibilidad. 





               Definitivamente la pintura ha adoptado la condición de espectro, siempre apareciendo y desapareciendo, siempre atenta y dispuesta para la fuga, pero siempre atenta y dispuesta también para ofrecer la rendija por la que poder alcanzar su posibilidad. Roca se reconoce (lo reconocemos) en estos indicios y los sigue (lo seguimos) como el que persigue un rastro. Lo vemos en estos trabajos donde se recrea en el espacio alegórico mediante la pintura que nunca ha abandonado (ni lo ha abandonado). Y lo hace re-creando el inicio de todo. Y cuando digo todo, es TODO: lo visible de lo invisible, el signo antes del significado, la imagen antes de la imagen. Haciendo que la realidad se parezca a la realidad. ¿Pero cómo? Pues falseándola. Re-creando a través de retóricos mecanismos el inicio. Porque para que la realidad se parezca a la realidad hay que falsearla. 





               ¿Cuál fue la imagen primera? La Naturaleza fue el tema favorito de la pintura desde sus inicios hasta el final de la modernidad. Luego desapareció al mismo tiempo que el sujeto abandonaba el campo como quien abandona el escenario. Pero la naturaleza fue lo que primero miramos cuando tuvimos conciencia de estar aquí. Y eso es lo que nos trae  Roca. A través de un sofisticado dispositivo técnico intenta presentarnos naturalmente algo que no lo es (la imagen). Pero que lo parece. Un sofisticado dispositivo ideado estratégicamente ad-hoc para atrapar una vibración, un temblor, un gesto. Pero sin gesto. Toda la atención centrada en un proceso repetido casi científicamente que anuncia un advenimiento. Casi sin margen de error, merodeando la imagen, insistiendo, repitiendo como en una salmodia, sin saltarse el protocolo establecido, como quien recita un mantra,  hasta conseguir la imagen,  que no es sino la imagen primera. Imágenes matrices que naturalmente y en apariencia surgen de la pintura. Porque ese fue el fin primero de la pintura, el de revelar la verdad: la representación del mundo y de la realidad se hacía a través de la naturaleza. Pero la verdad también hace tiempo que nos abandonó. Roca hace de esta desaparición un ejercicio susceptible de ser representado. Y asume su papel de mapeador.






                Y mapea distintos territorios, desde el geográfico  hasta el de la pintura y la historia del arte pasando por el de la memoria. Porque mapear no es sino hacer una incisión y lograr una apertura en el espacio. Una experiencia topográfica que escenifica planimetrías imposibles pero ciertamente y aparentemente reales. Tan reales como que el creador es él, tan irreales como que son representaciones de territorios en ciernes, alterables y cambiantes, porque un mapa nunca es el mismo y lo que representa nunca es lo mismo. El soporte acoge el nacimiento de arborescencias improbables, raíces intuidas de invisibles floras, sedimentos y marcas de cataclismos imaginados, mesetas y torrentes fluviales, ríos de pintura, médanos y corrientes, marejadas y pleamares, extrañas formas que emanan del fondo monocromo para permanecer ilusoriamente indefinidos en nuestra mirada y en nuestra memoria, impermeables al significado. Porque es esto un hacer surgir de lo invisible el signo antes del significado, la imagen antes de la imagen, en una indefinición que se convierte en su razón de ser. En estas pinturas hay un momento en el que algo acontece sin la intervención del lenguaje y más allá de la narración, en el espacio tramposo del plano que es el soporte. Este artificio reta paródicamente incluso los preceptos del expresionismo y la abstracción, guiñándole el ojo a Greenberg y sus acólitos, la autorreferencialidad, el gesto, la pureza de la pintura y la planitud acentuada, ahora como un campo de entrenamiento. Motherwell, Tobey y Michaux campan por aquí a sus anchas gracias a Roca.






               Lo que está por ver. Lo que aún no ha sido visto. La imagen antes de la imagen. El camino indefinido que hay entre el signo y el significante. Porque el arte moderno en su recorrido nos ha ido escamoteando la posibilidad de ver para instalarse en la desmemoria y la atrofia. Y este problema es el que afronta Roca con la afirmación de lo visible desde este imaginario en el que todo lucha por aparecer, por darse a conocer, por desvelarse: un acontecimiento.
               Estas representaciones informales, vagamente reconocibles, son ambiguas versiones de las estructuras de la imagen, esqueletos de la imagen. Estas composiciones  orgánicas y laberínticas, gráficamente complejas, representan también, aparentemente, mapas cognitivos, sistemas neuronales, conexiones nerviosas complejas, territorios opacos de la representación. Signos en emergencia desde un origen sismográfico incierto. La (simulada) evolución caligráfica narra la experiencia del acontecimiento. Y de la mirada. Una mirada, que a la manera de un archipiélago, conecta extensas relaciones y desplazamientos como si fuera una raíz que se va deshilvanando. Sin limitación espacio-temporal ni campo visual fijo y anulando un único punto de vista (como hacían los orientales). Elaborando, al fin, una imagen que es un texto. La irrepresentable visibilidad de la imagen misma.






               Pero no nos engañemos, Roca no es un pintor expresionista ni un nostálgico de la pintura. Porque la pintura nunca se fue. Y Roca nos la presenta (representa) ahora. Aquí. Un sedimento acaso poético que ya no es ventana. Y lo hace aunque sea con un metarrelato. De la manera más natural (y más artificial). 

        
           
 Ángel Padrón


*Este texto fue escrito para el catálogo de la exposición ROCA2012 que tuvo lugar en la Sala de Arte Contemporáneo SAC entre el 30 de noviembre de 2012 y el 29 de enero de 2013. El catálogo fue editado por Ediciones Saquiro.


martes, 25 de septiembre de 2012

VICENTE LÓPEZ-En la isla del Dr. Moreau








          EN LA ISLA DEL DR. MOREAU

              (CON VICENTE LÓPEZ)
   

                                  I have been here before, but when or how i cannot tell...
                                                       (He estado aquí antes, pero cuándo ni cómo sé decirlo...)

                                                                  -D. G. Rossetti "Sudden light".-



La cita que encabeza este texto forma parte de un poema que utilizó Borges para prologar a Bioy Casares en “La invención de Morel”, historia que narra la llegada de un fugitivo a una extraña isla en donde el presente se repite de manera inquietante gracias al ingenio de una máquina que proyecta una realidad paralela. El científico Morel no era sino otra reencarnación novelada del Dr. Moreau de H. G. Wells, el médico que en una isla paradisiaca quiso convertirse en Dios y a los animales en personas. Esta parábola sobre una sociedad deshumanizada tenía un final feliz como todas las historias que se precien: los pseudo-humanos, tras su educación, no acataban las leyes, se rebelaban, mataban a su padre, y regresaban a la selva originaria de la que no deberían haber salido nunca. Tanto Wells como Bioy Casares en sus novelas van más allá de la realidad, fantasean con sus proyecciones y confunden el presente con el futuro, el deseo con la fantasía y la memoria con la representación. Paradójicamente estas dos historias no han sucumbido al tiempo y sus certezas. Sus ficciones resisten y no se han convertido en un recuerdo o en una broma literaria: la ingeniería genética y los mundos virtuales dejan corta la aseveración de que la realidad supera a la ficción.





      ¿O la ficción supera a la realidad? El Dr. Moreau y el científico Morel no dejan de ser malabaristas a su modo. Como lo es Vicente López. Hacedores de imágenes en precario equilibrio. Magos e ilusionistas. Simuladores que son los autores que conocen las trampas de la representación.

      Las obras de Vicente López, como los hijos de Moreau o las proyecciones espectrales de Morel, son retazos y fragmentos imposibles de reconstruir en la totalidad. Son muchas historias al mismo tiempo con la propia historia como única protagonista. En ellas la realidad se proyecta en la ficción y viceversa. Y rebota. La percepción y el recuerdo se confunden en estos híbridos como un eco que no sabemos desde donde proviene. La copia es indisociable de su original pero aquí se transfigura en el aspecto de una forma anterior. El pintor con sus estrategias y juegos ópticos debilita las fronteras entre lo real y lo ilusorio, y además lo enmascara y lo multiplica. Apuesta por un descentramiento de la imagen y el resultado es una acumulación de fragmentos robados y restos furtivos de una imaginaria totalidad irremisiblemente perdida. La hipervisibilidad  y la degeneración iconográfica sitúan a todas las imágenes en el mismo nivel, en el mismo rango y las conduce a la misma reducción icónica. La pintura diluye el contenido hasta convertirse en un residuo.

      En una isla, Moreau llevó a cabo su proyecto. También desde una isla, el territorio utópico por antonomasia, como Morel en su extraña isla, Vicente López despliega su fantasmática galería de retratos. Pero al contrario del trabajo en su anterior serie “Face value”, donde la reunión de fragmentos de papel moneda y billetes constituían nuevos rostros reconocibles (valuables y devaluables), en éstos una similar reunión de fragmentos no tiene como resultado una imagen más o menos definida sino una auténtica catástrofe. El intento de construir el retrato resulta imposible y la proposición de su identidad no se ajusta con la descripción. Aún así la naturaleza de la relación entre ficción y realidad, entre lo que es falso y lo que es verdadero, subyace en esta búsqueda. Sin  reivindicar ninguna verdad, estas imágenes quedan sometidas a su propia descripción y presentación, a su condición mutante e invisible a pesar de ser totalmente visibles aunque totalmente irreconocibles. Finalmente, cuestionan aquella narrativa que tiene que ver con la elaboración de las imágenes que nos constituyen, las que definen nuestra identidad cultural pero que paradójicamente lo que hacen es diluirla en imagen como bien de consumo, en imagen misma. Esta configuración de un espacio ansioso donde se amontonan esas representaciones atrapadas confluye en un ensamblaje donde ese corpus se funde. Sólo imagen. Imagen.





         Estos retratos de nadie son el intento de fijar los fragmentos dispersos en el entramado hipervisual de nuestro imaginario. Su narrativa indefinida de apariencia visual impactante es un palimsesto abstracto, donde pese al hiperrealismo de las formas no podemos concretar la visión de un rostro veraz. Y aquí radica la imposibilidad del proyecto, porque como sucede con la santa faz, la cara de la verdad nos será siempre sustraída. Nos es imposible reconocernos en las caras de estos engendros porque no nos devuelven un reflejo certero. Pero los rasgos que los identifican sí son semejantes a nuestros hábitos y nuestras máscaras, nuestras ansias y nuestras fobias, nuestras adicciones y nuestras debilidades. Porque lo que realmente nos conforma es un disfraz cambiante enfrentado a la incertidumbre de un mundo fugaz y caduco.





          Derrida anotó en su momento que la perversión del artificio generaba monstruos. Y este es el caso. Estos cuadros funcionan como los retratos de unos otros que no podemos determinar por ser imágenes multiplicadas. El pintor, utilizando estratégicamente la retórica de la representación acaba clausurándola. El duelo entre naturaleza y tecnología tiene como consecuencia este simulacro de seres inacabados que no son más que artificio. Y como lo espectros y los fantasmas, están condenados a mirar sin que nuestra mirada pueda terminar de descifrarlos totalmente. Los fragmentos que intentan constituirse en un rostro mezclado de seres y cosas, provienen de la memoria: trozos del pasado y del futuro, desgajes de la historia del arte, de los tratados científicos, de los manuales y folletos publicitarios. Un archivo abocado a la amnesia. Pero al final el sujeto resultante es siempre el mismo. Aunque varíe su aspecto mutante, este sujeto amnésico sin cara es como El hombre sin atributos de Musil, un hombre totalmente despojado de las cualidades que le son propias, un cualquiera incapaz de reconocerse tras perder su esencia, un rostro que no puede ser porque su retrato se ha distraído en tener y acumular. Definitivamente el monstruo producto de esta coincidencia simultánea de presente y pasado está condenado a no recordar.





         Ahora tenemos la posibilidad de contemplar estas caras y estos rostros, como emblemas neo-barrocos, en esta isla, una isla cualquiera. Territorios no ya de promesas y utopías sino de evasión y entretenimiento. Lugares desmembrados de su destino de unicidad. No ya Ítaca ni Lupata. Tampoco Edén ni Avalón. Ni la isla de Lost. Vicente López proyecta estos semblantes, aquí y ahora, como lo hiciera Morel en aquella isla sin nombre; y nos aboca a dejarnos seducir por la atracción de la imagen. Nuestro destino es terminar convertidos en simulacro y vagar desorientados como espectros o criaturas semihumanas repitiendo precariamente la misma realidad una y otra vez. El aserto no somos nadie está más hueco y vacío que nunca. En todo caso diríamos no somos nada . Porque nada somos. Sólo una ruina. Y como ruina que somos, nuestra fachada inconclusa apela dramáticamente no a lo que nos sobra, sino a lo que nos falta.




*Este texto, junto con otros de Clara Muñoz, Óscar Alonso Molina, Carlos E. Pinto y Vicente López, fui incluido en el catálogo de la exposición "Fallen idols" de Vicente López, que tuvo lugar en la Sala de Arte Contemporáneo SAC de S/C de Tenerife entre el 28 de septiembre y el 25 de noviembre de 2012. Dicho catálogo fue editado por la Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias.




                                                        
                                                       

lunes, 2 de julio de 2012





JUAN CARLOS BATISTA
“P A I S A J E S   M O R A L E S” *



                                             

                                                                                                                     "Acuérdate que mi vida es viento.
                                                                                                                                                  Que mis ojos ya no verán los bienes
                                                                                                                                                    de la tierra”.
                                                                                                                                                                                Job, cap. VII-7

Las apariencias engañan y no todo es lo que parece, son frases coloquiales que utilizamos habitualmente y que podrían perfectamente acotar el complejo territorio donde se mueve Juan Carlos Batista. Con el detalle y  la laboriosidad del hacedor de pipas magrittianas reconstruye nuevamente aquellos espacios equívocos donde los mecanismos de la representación se llevan al límite. Y el resultado son estas potentes imágenes que descansan bajo este texto.



 

En estas “Arcadias para perdedores” se han tensado conceptualmente las cuerdas que anudaban sus anteriores trabajos, casi hasta el paroxismo, para lograr unas improbables imágenes de lo real. Inverosímiles representaciones de lo verosímil mediante una sutil deconstrucción en las que las fronteras entre lo verdadero y lo falso han terminado completamente desdibujadas. Espacios convertidos en “Paisajes para la consolación”, pero definitivamente sin consuelo.





Efectivamente nada es lo que parece. La naturaleza se ha convertido en un escenario inquietante y las referencias bucólicas y pastoriles se confunden en este escenario idílico con el fuego cruzado de la memoria: paisajes morales de un drama solapado. La armoniosa grandeza de las imágenes de los paisajistas norteamericanos compone el telón de fondo para una tragedia que no sólo es la de la cultura y la de la naturaleza. Lugares vulnerables y vulnerados convertidos ahora en espacios habitables por la memoria. Donde antes había verdad ahora solo hay ficción. Donde antes había ironía ahora solo es sonrisa torcida.





Batista deja al descubierto la insoslayable manipulación que se produce en toda imagen, certifica al mismo tiempo la responsabilidad de la fotografía en la construcción del discurso estético, histórico y social; y se abisma en la crisis del género fotográfico como documento. El descrédito de la realidad no es sino el de sus imágenes poderosas a través de la retórica técnica. Ya no se convoca lo real sino sus reflejos y por eso puede permitirse mezclar al miliciano de Cerro Muriano de Robert Capa con la sublimidad de Thomas Cole; el escenario perfecto para la muerte sin contrastes que decía Barthes. Y por eso bien sabe que sólo a través de la especulación puede atravesar la realidad en el camino que lleva de la descripción ilustrativa al relato.





Detrás de las trincheras y las barricadas está el eco de la naturaleza y la invención del paisaje, artificio y cultura. El fotógrafo es el director de esta ceremonia de la confusión, el mago dueño del truco. Sólo él conoce la manera de convertir en natural la falsa representación: haciéndola evidente. Y esta vez, retorciendo aún más esa falsa sensación de naturalidad. El discurso elegiaco subraya la fractura moral. Los acontecimientos que se relatan en el escenario no son inocentes. Todas (no sólo éstas sino cualquiera, todas) las imágenes son políticas. Las representaciones artísticas no son las únicas susceptibles de ser manipuladas. La Verdad no existe ya, tampoco la Historia. No existe manera más eficaz de apelar a esa verdad que siendo panfletario. No es el caso de Juan Carlos Batista.





Por una grieta del paisaje se cuela una conquista, una evocación cansada de la memoria contaminada. Una deriva. Una posibilidad en medio de la manipulación. Barricadas y trincheras en medio del bosque, un intento momentáneo por alejarse del desenlace. La quiebra de la confianza en la promesa de felicidad. Y en el bucólico prado el cordero del banquete sacrificial. Lejos un eco: Se hicieron fuertes en el bosque. Por lo menos sucede en los oscuros bosques de Juan Carlos Batista.
                                                      
 Ángel Padrón, Santa Cruz de Tenerife, 02-06-2010




                                                                                                         
 * Este texto fue publicado en el nº 01 de la revista Untitled (visiones de la ultraperiferia)  en septiembre de 2010 y extractado en la revista holandesa Eyemazing issue 03-2011

miércoles, 13 de junio de 2012









L  O  S     D  U  R  M  I  E  N  T  E  S

(TEXTO PARA UN GABINETE DE IMÁGENES DE ALEXIS W)*







      El viaje, como siempre. Sabes que esto no cambia. Tuvimos que hacer noche en alta mar, por eso esta línea es más barata. Y más incómoda. Intenté dormir varias veces y no sé si lo conseguí finalmente. Creo que sí. La verdad es que no recuerdo bien. Sólo sé que una vez me desperté con el ruido de los motores y me encontré rodeado de gente durmiendo. Esto no era nada raro, la verdad. Entonces me dirigí al puente del ferry y no había nadie, sólo la noche oscura iluminada por las bombillas de los pasillos. El ruido de los motores se enfriaba con el viento. Me asomé y el mar me resultó una masa densa y pesada. Mi cabeza se empeñaba en asociar la imagen del agua con aceite quemado. No sé porqué. Y entonces sentí que la nave en la que me encontraba no iba a ningún lado y que la noche no se iba a acabar nunca. Sentí que estaba muerto. Cuando volví a los salones la gente seguía durmiendo y decidí hacer lo mismo que ellos: morirme. Me despertó una azafata cuando todo el pasaje había abandonado el barco al llegar a puerto y yo sólo era un amasijo cansado. Pensé que todo había sido un mal sueño”.

     
      El hombre siempre ha tenido la necesidad de coleccionar y de acumular, ya fueran cosas ya fueran objetos, insignificantes o no, desde que se les otorgó una función pasaron a ser coleccionables. Las cosas sólo pueden ser usadas o poseídas y abstraído el objeto de su sentido práctico adquieren otro nuevo. Lo que en la infancia fue una forma de control y organización del mundo exterior termina convirtiéndose en fetichización y ansiedad. El producto del deseo es la pasión sin límites donde la materia se somete al hombre.





  
     
      La acumulación se presentía desde el final de la galería. Las hornacinas de mármol con bustos ciegos flanqueaban una gruesa puerta entreabierta de la que asomaba la cabeza de un perro. Cruzar ese umbral fue como estar en otro mundo. El espacio de la habitación estaba totalmente ocupado por una ingente cantidad de cuadros. Desde el suelo hasta el techo, las imágenes llenaban las paredes sin dejar margen a la respiración entre ellas. Los distintos tamaños estaban ordenados sin atender a los temas y la acumulación alcanzaba los marcos de las ventanas que, de un momento a otro, las presentía como otras pinturas más. Era tal el amontonamiento que mi vista se dispersaba hasta el mareo y tenía que cerrar los ojos. Cuando los abría mi mirada se mantenía tensa. Pasó bastante tiempo hasta que cierto orden se aposentó en mis pensamientos y pude distinguir mejor los Tizianos, los Reni, el Carracci y un Veronés esquinado. Esta habitación parecía el teatro de las pinturas, un espacio de representación multiplicado donde las imágenes se superponían unas a otras en calculada competencia. El escenario de un sueño.






     

      ¿Cuál es la última imagen antes de desaparecer? Los durmientes presagian la muerte en las imágenes de Alexis W. Porque todas las (y éstas) fotografías no son sino la presencia obstinada del referente, de la muerte. El tiempo está presente y la imagen no es sino la constatación de la existencia como representación de lo real, pero también como abismo y discontinuidad. Y más en estos retratos en donde el sujeto está en proceso de disolución, deshaciéndose hasta el abandono en su ignoto viaje. La condición mortal del sujeto es así doblemente subrayada, entre la plenitud de la vida y su final, relativizando el tiempo y el espacio, suspendiendo, al fin, una continuidad irremediable. La representación de la pérdida se nos aparece en suspenso, en medio, sin principio ni final y sólo la luz desvela este tránsito: un cuerpo postrado en espera. El recordatorio es claro, la muerte está siempre presente y fluye a través de la imagen como una catástrofe barthesiana Y este memento mori aparece multiplicado de manera infinita, amenazando paradójicamente ese lugar irrepetible.


      Al aproximarnos a la presa hay que seguirla cuidadosamente. Esto exige un gran conocimiento de sus costumbres y saber moverse con sigilo y cuidando la dirección del viento. La organización es vital para coordinar los movimientos y el momento del ataque. El camuflaje, el acecho y la sorpresa son los componentes perfectos para una emboscada, sobre todo si esta se realiza en pasajes estrechos naturales como provocados previamente. Las emboscadas exigen gran rapidez de movimientos y puntería al lanzar flechas o lanzas. Los cinco sentidos están puestos en la caza, pues cometer un error no solo podría hacer perder la pieza sino que una estampida, provocada por el miedo de los animales, pondría en grave peligro la vida del propio cazador.


      Alexis W lleva tiempo recolectando fotografías, desde aquellos primeros rostros escondidos entre el paisaje y las máscaras hasta estos cuerpos totalmente entregados desde la intimidad de los personajes. Un recorrido que deviene archivo e inventario a través de distintas series que se abren y se cierran, se bifurcan y serpentean en su expansión casi orgánica. Desde el principio en el que cuerpo propio se rebelaba físicamente en el territorio hasta estas otras imágenes en que el cuerpo ajeno está a punto de traspasar los límites de la conciencia. 








      Coleccionar fotografías es una forma de coleccionar el mundo decía S. Sontag. Y crear un inventario del mundo visible es la finalidad como medio de que se sirven las imágenes fotográficas. Fragmentos del transcurrir vital atrapadas por el obturador. En Blade Runner, los replicantes no tenían capacidad de poseer recuerdos y por eso coleccionaban fotografías en un sucedáneo de memoria. Los seres humanos nos caracterizamos de manera natural por tener emociones, familia y por tanto un pasado, pero aún así somos coleccionistas de imágenes de idéntica manera. Quizá la razón sea la necesidad de corroborar nuestra estancia en la imagen, estableciendo una continuidad en la percepción de nuestro pasado. Los recuerdos están ligados a nuestras emociones y como éstas a la temporalidad. Nuestra dudosa memoria no es capaz de certificar la realidad frente a la imagen elocuente, el sustitutivo de memoria que anhelaban los replicantes.


      La identidad es soportada por la imagen porque constata nuestra existencia y nuestra presencia. Y esta identidad es fragmentaria y endeble frente a la máscara plana y sin costuras. Los cuerpos de las Hetairas se muestran sumidos en el tiempo, con todas la señales de su fisicidad, pero despojados de identidad por la máscara que distorsiona y anula su mirada en pos de la mirada de los otros. A la vez cuerpo expuesto y construido por la mirada de los otros, pero ausente e incompleto.

      Los griegos creían que el alma del hombre salía por la boca cuando expiraba deteniendo su respiración. Y para comprobar su muerte se colocaba un espejo al lado de la boca para registrar el último aliento de vida. El reflejo de incierta existencia. Una ausencia de vaho que congelaba la imagen.








      La percepción del cuerpo en su trance lo advierte de la finitud de la vida. El sueño conciencia anticipadamente la muerte del sujeto y el cuerpo es el escenario donde acontece este tránsito. Si soñar es una forma de viajar, la existencia no deja de ser un viaje hacia lo inevitable. Cuando el individuo se ha convertido en mero turista no le queda más escapatoria que el sueño antes que perderse en la multitud hostil de sus semejantes. Esta deriva es el resultado de la pérdida de identidad en el desplazamiento y el viaje permanente en el único consuelo de anclaje a una verdad que ya no existe. El destino es incierto para los cuerpos embalsamados en un sueño definitivamente poco consolador.

  
      Me reconozco personalmente en este viaje. En este permanente desplazamiento repetido infinidad de veces. Desde el viaje iniciático y sorpresivo de la aventura hasta el continuo y persistente de la obligación. Y la comodidad no evita cierto malestar a lo desconocido cuando lo conocido ha dejado de ser un misterio o un accidente. Me veo en el mismo viaje reviviendo las mismas maneras y los mismos gestos. Contemplar las imágenes del viaje me remiten persistentemente a su recuerdo y memoria, a estar otra vez donde ya estuve. La sensación de haber estado y el presagio de tener que volver. Escrutar ese camino tantas veces recorrido. Observarse una y otra vez sobre los mismos pasos. Y saber que no queda más remedio. Un viaje incesante.

      Estos cuerpos embalsamados flotan en su incierto movimiento a través del tiempo y del espacio. Arropados en su descentramiento e inercia se van disolviendo en sí mismos ajenos a la mirada del fotógrafo vigilante que no deja de ser uno de ellos. No hay impostura en estos cuerpos que se deshacen en la composición no menos trágica que nos devuelve el encuadre de la máquina panóptica. Los rostros y cuerpos terminan absorbidos por las formas y colores de un sueño tan plácido y reconfortante como dramático. A veces asoman el detalle de una cara o el fragmento de unas piernas o unas manos como escorzos no forzados de un estado inconsciente. Pero en el fondo de las imágenes acecha un cierto naufragio, una deriva.









      La ventana indiscreta no deja de ser una ventana en cuyo marco se van inscribiendo las marcas de una existencia. Una manera de hacer que desde lo vivencial va trazando esta intensa cartografía en la que se mezcla la propia experiencia con la de los demás, entrecruzándose lo público y lo privado incluso en la manera de exhibir las imágenes. Representaciones resonantes, construcciones que se van sedimentando en un espacio propio más allá de la imagen.

      Acecha el cazador. El registro de la imagen es el medio para convertirla en objeto, su multiplicación una forma de desaparición. Pero estas imágenes se desmarcan del saturado universo iconográfico al que nos vemos abocados por su extralimitación tanto temática como proyectiva. El depredador no respeta el límite y convierte el cuerpo extraño en cautivo. Escrutado en su privacidad el rostro ajeno se desvanece.

      El gabinete de curiosidades era un espacio de ansiedad. Allí se acumulaban los objetos y las cosas que los obsesivos coleccionistas adquirían para crear un desorden productivo. Abstraídas de su sentido original las piezas establecían una particular relación con su consumidor. Las cosas se introducían en su existencia y ellos en la de las cosas. Por eso, para el coleccionista el mundo se presentaba a través de cada uno de sus objetos mediante una relación incomprensible, aunque no menos sorprendente para los demás. Elegían los elementos que les rodeaban para crear un  mundo propio, por eso las casas eran tan distintas entre sí como diferentes eran los individuos. Si el hogar era el escenario para representar la vida, decorar ese hogar no dejaba de ser una manera de imaginar esa vida. Así el cuerpo y el espacio se convertían en depósitos de memoria reconociéndose en su intimidad.








      El paisaje de la montaña podría ser el escenario hacia donde se dirigen las miradas y los sueños de los durmientes. El principio y el final del viaje. Las maniobras de acercamiento y alejamiento fijan un ambiguo espacio temporal del que sólo escapa la montaña como un hito físico. La referencia geográfica es más o menos anecdótica mientras se superponen las capas de un supuesto imaginario emocional y existencial. El lugar como espacio determinante se vuelve inaprensible. Resbaladizo es el territorio originario al que ansiamos asirnos, sólo superficie en movimiento condenada a su condición de bucle.


      Cuando el barco se alejaba el relieve se difuminaba lentamente en el vacío. Acompasadamente las montañas iban sucumbiendo engullidas por la lejanía, mecidas por una danza lenta. La sensación de plenitud y nostalgia terminaba en el momento mismo de la completa desaparición de la isla fulminada por la luz del mediodía. Un sentimiento de pérdida. Esta desorientación. Realmente no sabemos nada, ni dónde estamos ni adónde vamos. El barco es una isla a merced de este desierto líquido. Y este viento salobre. Sé que lo hemos vivido.


      Una ventana contiene el marco que encuadra la imagen. Esta ventana es el soporte que mantiene el proyecto de Alexis W, entre lo público y lo privado, entre la intimidad y la exterioridad, enlazando múltiples miradas en su transcurso existencial. En su Colección de vidas se tensa esa red de relaciones en un retrato múltiple de ecos realistas y barrocos, entre la percepción del sujeto y su imagen. Las figuras convocadas a este claroscuro conservan su singularidad proyectándose neutras mientras se construye la imagen. Un repliegue de la subjetividad en estos rostros naturalistas que traspasa la oscuridad hasta la luz.








      En la Cámara de las Maravillas tenía lugar el milagro de la iluminación, una experiencia cercana al sueño. Este gabinete de curiosidades no dejaba de ser una representación del mundo  a través de los objetos más variopintos: autómatas, insectos policromados, cristales, reliquias, pinturas y aparatos ópticos, esculturas, libros, seres deformes, hojas prensadas, imágenes, criaturas extrañas, piedras… Productos de la recolección a través del viaje y del interés y curiosidad por lo nuevo. Y del deseo ansioso atravesándolo todo. La Wunderkammer estaba destinada a la sorpresa y por eso tendía a un crecimiento ilimitado. Pero lo exótico dejó de serlo cuando cesaron las conquistas y el sujeto se dio cuenta que él mismo era el reflejo de una siniestra cámara de maravillas. 

   Estas imágenes que plácidamente flotan proyectadas en la pared son producto de una mirada fragmentada por nuestra espectralidad que no deja espacio para ilusión alguna. La repetición y multiplicación de imágenes reflejadas no conducen a un centro de atención visual lo que le resta énfasis a la imagen individual, perdiéndose entre aparición y desaparición. No es esto sino la esencia del viaje y la travesía, los pares de contrarios que sucesivamente se van alternando: salida y llegada, luz y oscuridad, vida y muerte, sueño y vigilia, principio y final.

      Es muy común que los cazadores lleguen al coto de caza, y se dirijan al primer lugar con sombra que encuentran. Estos cazadores no toman en consideración factores que pueden asegurar una buena tirada antes de que acabe el día. El truco en la cacería de paloma es saber reconocer ciertas posiciones en el campo que te puedan servir de ventaja. Un buen cazador de palomas se queda inmóvil hasta el último momento en el que se va a parar a disparar. Finalmente, cuando consideres tus oportunidades para ocupar tu lugar, no olvides la elevación relativa del terreno en el perímetro del campo de los pájaros. Lomas o incluso la más leve elevación pueden delatar tu posición para las palomas que llegan. Si debes disparar de una posición elevada, pon atención a lo que este a tu espalda. Debe haber algún tipo de pantalla que te ayude a romper tu contorno. Desde un lugar elevado sin algo que rompa tu silueta, vas a ser visible a la distancia. Puedes encontrar que los mejores cazadores de palomas no necesariamente son los mejores tiradores. Lo que los diferencia es que ellos llegaron al campo el día de la cacería, con las tácticas adecuadas para la caza. No olvides esto y por peor tirador que seas, vas a lograr llevarte un buen número de palomas.








      Alexis W actúa como un depredador de la imagen. Un intruso. En la carencia de una mínima distancia lleva al límite esta captura para reducir el sujeto a exigua retina.

      La mirada se disuelve en el gabinete de pinturas. Una mirada descentrada en continuo desplazamiento. Imposible fijarla. Condenada a la dispersión. Errática. Esta sobreabundancia visual neutraliza la realidad haciéndola indiferente y despegada.

      Se superponen los viajes en las imágenes de esta travesía y un barco es un territorio móvil en una superficie incierta. Como incierto es el registro de una fotografía cuando el reflejo de lo real es confuso e impreciso. Este trayecto es un lugar en si mismo porque en el mundo desterritorializado que vivimos se viaja sin viajar y las certezas son vestigios de otros tiempos. El instante detenido es un residuo del movimiento alrededor de una figura que ansía agarrarse a tierra firme cuando todo en realidad sólo es un espejismo. Porque mirar estas imágenes y reflejarnos en ellas es la constatación definitiva de la fugacidad de la vida, entre el sueño y la muerte.








*Este texto, junto a otros de Fernando Castro Flórez y Santiago Palenzuela, fue incluido en el catálogo de la exposición "Viaje" de Alexis W, que tuvo lugar en el Espacio Cultural El Tanque de Santa Cruz de Tenerife (3 junio-31 agosto 2011). Fue editado por la Viceconsejería de Cultura del Gobierno de Canarias.